domingo, 6 de octubre de 2013

El Juramento de AKENATÓN





En recuerdo del futuro. Para todos aquellos que ven en la Luz la guía de sus vidas, donde su máximo exponente es el Sol, que ilumina y da calor a todos por igual, sin importar, raza, color o creencias. Para aquellos que saben que entre su Padre y ellos no existen intermediarios. Para aquellos que su máxima es la entrega a los demás y el AMOR en su más pura esencia. Para aquellos que hace 3340 años decidieron fundir su espíritu en la Luz y recordarlo vida tras vida, ciclo tras ciclo...

Lo que ahora vamos a contar tendrá para más de uno tintes de ciencia ficción o quizás de paranoia literaria; en realidad esto no es muy importante, entre otras cosas por el hecho de que llegará a quien de una u otra manera active su memoria antigua; es decir a aquellos que comprometieron sus vidas en una alta misión espiritual a través del tiempo y del espacio. A aquellos que juraron el servicio sempiterno, y a los que revivan ahora estos acontecimientos y los hagan suyos. En consecuencia, es un relato para hacer llamadas al compromiso en que nos embarcamos hace miles de años.

Los que crean que no es otra cosa que una simple fantasía no deben incomodarse puesto que en tal caso nos remitimos a la licencia literaria que nos permite ilustrar a través de la imaginación lo que acaso haya ocurrido en los ancestros del tiempo.

Utilizando precisamente esta potencia del alma; la imaginación, nos situamos en el verano del año 1334 antes de Cristo. El lugar elegido no puede ser otro que el propio Egipto, cuna de la más alta civilización del pasado.
Estamos en los sótanos del palacio faraónico de Amarna; la gran ciudad erigida por el faraón reinante Amenhotep IV (Amenofis, en griego). El ardiente Sol de estas latitudes hace que al mediodía nadie pasee por las calles y que la ciudad se paralice en el almuerzo de la mañana y en la posterior siesta tan acostumbrada por todas y cada una de las clases sociales de Egipto.

Pero este día no todos reposan o comen; un grupo de 72 hombres, vestidos con túnicas blancas de lino, ceñidas con una simple soga a la cintura, caminan en silencio por la sala subterránea al encuentro del más grande de los compromisos establecidos por ningún ser humano a través de la Historia. 

A la cabeza de todos ellos, el propio faraón, apodado desde hace 12 años como el Akhenatón, y su esposa Nefertiti, que con paso quedo y ceremonioso se encaminan a los asientos centrales de la media luna formada en la gran estancia de finos mármoles y de lujosos velos.

Sobre las paredes revestidas de suaves capas de oro y pintadas de ocre, se reproduce la Historia de Egipto y los primeros viajeros celestes: Isis, Osiris y Rá, que hacía 3333 años habían entregado a los primitivos pobladores el arte de las cosechas, el tejido y los metales.

Todos y cada uno de los faraones anteriores tenían sobre las paredes su pequeño rinconcito de la Historia que había formado a este gran pueblo sabio y orgulloso. En la parte final del muro central se contaba la leyenda del propio Akhenatón desde que heredara el trono de su padre, el Gran Amenhotep III, que tantas glorias y conquistas diera a Egipto, hasta el día de la fecha en que los pintores reales habían dibujado la actual ceremonia.

Sólo quedaba un pequeño espacio en la pared que sería rellenado en los próximos meses puesto que todos sabían que concluía definitivamente el tiempo concedido para la instauración del culto al único y verdadero Dios.

La comitiva de inmaculada túnica fue tomando asiento en el círculo sagrado en cuyo medio se reproducía el disco solar de oro puro con un rubí rojo en su centro y después que el último de los Iniciados se sentara, con la misma ceremonia el gran Amenhotep dijo:

-Queridos hermanos, llega el tiempo de mi partida. Los hermanos celestes me llevan a su morada puesto que aún no es el tiempo de que nuestra verdad sea aceptada por todos. Mi pueblo está dividido entre 300 dioses y sus servidores, y no es posible unir tanta necedad. En la Gran Fraternidad de la Blanca Estrella se pensó que dada mi autoridad podría, a través de la institución que yo represento, unir a nuestro pueblo para después convertir el resto del orbe. 

Desgraciadamente, nuestros enemigos son tantos que resulta imposible seguir adelante con este sagrado propósito. Han dispuesto todo para mi partida; éste es el último acto que nuestros enemigos son tantos que resulta imposible seguir adelante con este nos une en esta encarnación. Juremos por tanto que vida tras vida y hasta que se cierre el ciclo del cambio, sirvamos en todo momento los valores del Culto Solar como el único y más sagrado bien que nos fuera traído por los señores celestes. (Estas escenas acudieron a mi mente con tanta viveza que el clima apasionado de aquella vivencia me hizo llorar amargamente mientras hoy, después de estos miles de años, todo se unía en el "no tiempo" para renovar algo que forma parte de mi espíritu inmortal).

Cada uno de los hombres de blanca vestidura se acercó ante el pergamino de oro que portaba Nefertiti y de pie, poniendo una mano en el corazón y la otra sobre la lámina dorada, dijo: "Juro por mi espíritu inmortal que esta Ley será la única y verdadera que sirva hasta el final de los tiempos y hasta que seamos uno en la luz de la perpetua sabiduría divina".

Luego el Faraón tocaba con su dedo índice el entrecejo del Iniciado y decía: "Que tu juramento sea recordado por tu espíritu en todas las vidas y en todos los tiempos en la Tierra, el cielo, ahora y siempre...". Y depositaba los tres besos sagrados en la cara de cada uno y un abrazo de despedida.

Uno a uno empapó con sus lágrimas la blanca túnica que parecía que cada vez brillaba más. Todos sabían, por otra parte, que Haromheb junto con los sacerdotes de Amón, había conjurado la traición y muchos de los que allí estaban morirían a manos de los soldados. Era una despedida amarga pero a la vez un compromiso de eternidad aceptado con alegría.

Akhenatón siguió diciendo: "Tú, esposa mía, destruye tus vestidos y tus joyas y vete con tu pueblo. Vosotros, hermanos míos, marchad a las fronteras del imperio y dad la buena nueva a todo ser que haya despertado a los valores del espíritu. Los que aquí permanezcáis sed astutos y seguid en los modos y maneras las costumbres de los impíos, pero guardad en vuestro corazón el juramento y cumplid la Ley. Yo me voy pero regresaré".

Una extraña fragancia de incienso y plantas sagradas impregnaba la atmósfera cuando los protocolos sagrados donde estaban escritas las llaves de la sabiduría fueron quemados. Algunos de los Iniciados desnudaron su cuerpo y enrollaron en su tronco los papiros que debían de ser conservados para salir de la ciudad sin sombra de sospecha. 

Las tablas de la sagrada Ley fueron destruidas ante los ojos llorosos de cada uno de los asistentes y cuando la desolación llenó el paraje y las plantas se habían consumido, fueron saliendo uno a uno hacia la antecámara. Allí cada uno tomó su vestido de cirujano, soldado, escriba, sacerdote, cantero, etc... Y fueron selladas las puertas para siempre.

Amenhotep subió a los aposentos reales y tomando su traje de combate mandó preparar el carro más veloz con sus mejores corceles, abrazó tiernamente a su esposa y a sus seis hijas y salió precipitadamente de la ciudad para nunca más volver como el Faraón que todos conocían y recordaban.

Nefertiti se despojó de sus vestidos y los entregó a sus esclavas. Puso en sus brazos morenos los brazaletes de su pueblo nubio y con la túnica negra de la viudedad abandonó el palacio sin que nadie volviera a saber nada de ella.

Haromheb pasó toda la noche y la mañana siguiente con un centenar de soldados y entró gritando en el palacio real. Ante los aposentos del monarca sólo encontró a los esclavos quienes le informaron de la marcha del Faraón y su esposa. La cólera del general fue total y como poseído por el mismo diablo prendió fuego a los muebles, mató a los esclavos y a los servidores del templo y ajustició a cuantos salieron a su paso. En pocos días sólo ruinas de la espléndida ciudad de la Heliópolis, hoy llamada Amarna, quedaron desparramadas por las arenas del cálido desierto. Los Hijos del Sol fueron diezmados y perseguidos y nadie se atrevió por miedo a la muerte a profesar el culto al Astro Rey.

Casi al instante los sacerdotes de Amón habían engalanado al joven Tutankhamón y en pocos días se celebró la ceremonia del faraón monigote al servicio del clero y del poder militar.

La traición más vil de la Historia había sido ejecutada. Tan sólo en el corazón de unos pocos viejos Iniciados se recordaba y se practicaba el culto al Padre Sol en la soledad de cada noche.

Desde entonces arrancan viejas leyendas de una casta o grupo de Iniciados que siempre conservaron aquellos eternos valores. Se dice asimismo que la sabiduría fue depositada, de mente a mente, a través de los tiempos y que en cada reencarnación cada uno de los servidores renueva el compromiso creando escuelas que traducen la esencia de aquel viejo conocimiento solar.

 Heliocentro-Hijos del Sol