En recuerdo del futuro. Para todos aquellos
que ven en la Luz la guía de sus vidas, donde su máximo exponente es el Sol,
que ilumina y da calor a todos por igual, sin importar, raza, color o creencias.
Para aquellos que saben que entre su Padre y ellos no existen intermediarios.
Para aquellos que su máxima es la entrega a los demás y el AMOR en su más pura
esencia. Para aquellos que hace 3340 años decidieron fundir su espíritu en la
Luz y recordarlo vida tras vida, ciclo tras ciclo...
Lo que ahora vamos a contar tendrá para más
de uno tintes de ciencia ficción o quizás de paranoia literaria; en realidad
esto no es muy importante, entre otras cosas por el hecho de que llegará a
quien de una u otra manera active su memoria antigua; es decir a aquellos que
comprometieron sus vidas en una alta misión espiritual a través del tiempo y
del espacio. A aquellos que juraron el servicio sempiterno, y a los que revivan
ahora estos acontecimientos y los hagan suyos. En consecuencia, es un relato
para hacer llamadas al compromiso en que nos embarcamos hace miles de años.
Los que crean que no es otra cosa que una
simple fantasía no deben incomodarse puesto que en tal caso nos remitimos a la
licencia literaria que nos permite ilustrar a través de la imaginación lo que
acaso haya ocurrido en los ancestros del tiempo.
Utilizando precisamente esta potencia del
alma; la imaginación, nos situamos en el verano del año 1334 antes de Cristo.
El lugar elegido no puede ser otro que el propio Egipto, cuna de la más alta
civilización del pasado.
Estamos en los sótanos del palacio faraónico
de Amarna; la gran ciudad erigida por el faraón reinante Amenhotep IV
(Amenofis, en griego). El ardiente Sol de estas latitudes hace que al mediodía
nadie pasee por las calles y que la ciudad se paralice en el almuerzo de la
mañana y en la posterior siesta tan acostumbrada por todas y cada una de las
clases sociales de Egipto.
Pero este día no todos reposan o comen; un
grupo de 72 hombres, vestidos con túnicas blancas de lino, ceñidas con una
simple soga a la cintura, caminan en silencio por la sala subterránea al
encuentro del más grande de los compromisos establecidos por ningún ser humano
a través de la Historia.
A la cabeza de todos ellos, el propio faraón, apodado
desde hace 12 años como el Akhenatón, y su esposa Nefertiti, que con paso quedo
y ceremonioso se encaminan a los asientos centrales de la media luna formada en
la gran estancia de finos mármoles y de lujosos velos.
Sobre las paredes revestidas de suaves capas
de oro y pintadas de ocre, se reproduce la Historia de Egipto y los primeros
viajeros celestes: Isis, Osiris y Rá, que hacía 3333 años habían entregado a
los primitivos pobladores el arte de las cosechas, el tejido y los metales.
Todos y cada uno de los faraones anteriores
tenían sobre las paredes su pequeño rinconcito de la Historia que había formado
a este gran pueblo sabio y orgulloso. En la parte final del muro central se
contaba la leyenda del propio Akhenatón desde que heredara el trono de su
padre, el Gran Amenhotep III, que tantas glorias y conquistas diera a Egipto,
hasta el día de la fecha en que los pintores reales habían dibujado la actual
ceremonia.
Sólo quedaba un pequeño espacio en la pared
que sería rellenado en los próximos meses puesto que todos sabían que concluía
definitivamente el tiempo concedido para la instauración del culto al único y
verdadero Dios.
La comitiva de inmaculada túnica fue tomando
asiento en el círculo sagrado en cuyo medio se reproducía el disco solar de oro
puro con un rubí rojo en su centro y después que el último de los Iniciados se
sentara, con la misma ceremonia el gran Amenhotep dijo:
-Queridos hermanos, llega el tiempo de mi
partida. Los hermanos celestes me llevan a su morada puesto que aún no es el
tiempo de que nuestra verdad sea aceptada por todos. Mi pueblo está dividido
entre 300 dioses y sus servidores, y no es posible unir tanta necedad. En la
Gran Fraternidad de la Blanca Estrella se pensó que dada mi autoridad podría, a
través de la institución que yo represento, unir a nuestro pueblo para después
convertir el resto del orbe.
Desgraciadamente, nuestros enemigos son tantos que
resulta imposible seguir adelante con este sagrado propósito. Han dispuesto
todo para mi partida; éste es el último acto que nuestros enemigos son tantos
que resulta imposible seguir adelante con este nos une en esta encarnación.
Juremos por tanto que vida tras vida y hasta que se cierre el ciclo del cambio,
sirvamos en todo momento los valores del Culto Solar como el único y más
sagrado bien que nos fuera traído por los señores celestes. (Estas escenas
acudieron a mi mente con tanta viveza que el clima apasionado de aquella
vivencia me hizo llorar amargamente mientras hoy, después de estos miles de
años, todo se unía en el "no tiempo" para renovar algo que forma
parte de mi espíritu inmortal).
Cada uno de los hombres de blanca vestidura
se acercó ante el pergamino de oro que portaba Nefertiti y de pie, poniendo una
mano en el corazón y la otra sobre la lámina dorada, dijo: "Juro por mi
espíritu inmortal que esta Ley será la única y verdadera que sirva hasta el
final de los tiempos y hasta que seamos uno en la luz de la perpetua sabiduría
divina".
Luego el Faraón tocaba con su dedo índice el
entrecejo del Iniciado y decía: "Que tu juramento sea recordado por tu
espíritu en todas las vidas y en todos los tiempos en la Tierra, el cielo,
ahora y siempre...". Y depositaba los tres besos sagrados en la cara de
cada uno y un abrazo de despedida.
Uno a uno empapó con sus lágrimas la blanca
túnica que parecía que cada vez brillaba más. Todos sabían, por otra parte, que
Haromheb junto con los sacerdotes de Amón, había conjurado la traición y muchos
de los que allí estaban morirían a manos de los soldados. Era una despedida
amarga pero a la vez un compromiso de eternidad aceptado con alegría.
Akhenatón siguió diciendo: "Tú, esposa
mía, destruye tus vestidos y tus joyas y vete con tu pueblo. Vosotros, hermanos
míos, marchad a las fronteras del imperio y dad la buena nueva a todo ser que
haya despertado a los valores del espíritu. Los que aquí permanezcáis sed
astutos y seguid en los modos y maneras las costumbres de los impíos, pero
guardad en vuestro corazón el juramento y cumplid la Ley. Yo me voy pero
regresaré".
Una extraña fragancia de incienso y plantas
sagradas impregnaba la atmósfera cuando los protocolos sagrados donde estaban
escritas las llaves de la sabiduría fueron quemados. Algunos de los Iniciados
desnudaron su cuerpo y enrollaron en su tronco los papiros que debían de ser
conservados para salir de la ciudad sin sombra de sospecha.
Las tablas de la
sagrada Ley fueron destruidas ante los ojos llorosos de cada uno de los
asistentes y cuando la desolación llenó el paraje y las plantas se habían
consumido, fueron saliendo uno a uno hacia la antecámara. Allí cada uno tomó su
vestido de cirujano, soldado, escriba, sacerdote, cantero, etc... Y fueron
selladas las puertas para siempre.
Amenhotep subió a los aposentos reales y
tomando su traje de combate mandó preparar el carro más veloz con sus mejores
corceles, abrazó tiernamente a su esposa y a sus seis hijas y salió
precipitadamente de la ciudad para nunca más volver como el Faraón que todos
conocían y recordaban.
Nefertiti se despojó de sus vestidos y los
entregó a sus esclavas. Puso en sus brazos morenos los brazaletes de su pueblo
nubio y con la túnica negra de la viudedad abandonó el palacio sin que nadie
volviera a saber nada de ella.
Haromheb pasó toda la noche y la mañana
siguiente con un centenar de soldados y entró gritando en el palacio real. Ante
los aposentos del monarca sólo encontró a los esclavos quienes le informaron de
la marcha del Faraón y su esposa. La cólera del general fue total y como
poseído por el mismo diablo prendió fuego a los muebles, mató a los esclavos y
a los servidores del templo y ajustició a cuantos salieron a su paso. En pocos
días sólo ruinas de la espléndida ciudad de la Heliópolis, hoy llamada Amarna,
quedaron desparramadas por las arenas del cálido desierto. Los Hijos del Sol
fueron diezmados y perseguidos y nadie se atrevió por miedo a la muerte a
profesar el culto al Astro Rey.
Casi al instante los sacerdotes de Amón
habían engalanado al joven Tutankhamón y en pocos días se celebró la ceremonia
del faraón monigote al servicio del clero y del poder militar.
La traición más vil de la Historia había
sido ejecutada. Tan sólo en el corazón de unos pocos viejos Iniciados se
recordaba y se practicaba el culto al Padre Sol en la soledad de cada noche.
Desde entonces arrancan viejas leyendas de
una casta o grupo de Iniciados que siempre conservaron aquellos eternos
valores. Se dice asimismo que la sabiduría fue depositada, de mente a mente, a
través de los tiempos y que en cada reencarnación cada uno de los servidores
renueva el compromiso creando escuelas que traducen la esencia de aquel viejo
conocimiento solar.
Heliocentro-Hijos del Sol